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martes, 27 de agosto de 2013

SERMON DE SAN VICENTE FERRER EN LA FIESTA DE SAN ANDRES APOSTOL

Tema: Rico para con todos los que le invocan (Rom. X, 12). 
     Por ser hoy la fiesta de San Andrés Apóstol, versará sobre él nuestro sermón. Encontraremos muy buena doctrina para instrucción nuestra y salvación de las almas. Saludemos a la Virgen María: Ave María.
     En la epístola de hoy se aplica la frase del tema a San Andrés, y se dice de él que es rico para los que le invocan, esto es, para quienes le llaman de corazón. Como explicación del tema e introducción a la materia, quiero aclarar una cuestión muy antigua, que preocupó a los filósofos, especialmente a los estoicos, y a los teólogos. ¿Cuáles son las cosas por las que el hombre puede llamarse rico? A esta pregunta se han dado tres respuestas, según tres escuelas filosóficas.
     Ahora bien, por ser Andrés rico en virtudes teologales y morales, dice el tema: Rico para con todos los que le invocan.
     Os referiré algunas de sus virtudes, de las cuales podremos sacar edificación para nuestra vida. Hablaré de seis virtudes, que encontré en el evangelio y en su leyenda: santa diligencia, pronta obediencia, firme confianza, fructuosa sabiduría, rigurosa penitencia, virtuosa paciencia.
     Por tener especialmente estas virtudes se llama rico San Andrés. Por eso dice de él el tema: Rico para con todos los que le invocan.
     En primer lugar, San Andrés fué rico en una virtud singular llamada diligencia. La cual consiste en que el hombre busca no solo lo temporal, sino lo espiritual ante todo. Los negocios temporales han de emprenderse de modo que no ahoguen los espirituales. Así lo hizo San Andrés. Era un pobre pescador y estaba casado; vivía con su mujer y sus hijos, y pescaba con su hermano San Pedro en el mar de Galilea. Por aquel entonces salió Juan del desierto, en donde había vivido veinticinco años con gran austeridad y penitencia, vestido con pieles de camello. Juan predicaba, por inspiración divina, que el Mesías había nacido: En medio de vosotros está aquel a quien desconocéis (lo. I, 26). Cuando San Andrés oyó esto se hizo discípulo de Juan, como se lee en el mismo evangelio (v. 40), y orientó su vida según los consejos del Bautista. Dividía la noche en tres partes, lo mismo que el día. En la primera parte de la noche oraba, diciendo: Despierta tu poder, ven y sálvanos. ¡Oh Dios del poder!, restaúranos, haz resplandecer tu rostro y seremos salvos (Ps. 79, 3-4). La segunda parte de la noche la dedicaba a la necesidad natural del sueño. Y la tercera, trabajaba en el oficio de pescador para proveer a su casa. Porque nadie debe abandonar a la mujer y a los hijos bajo pretexto de servir a Dios.
     Durante el día, a primera hora, iba a escuchar a Juan, y oía el sermón con gran devoción. Después marchaba a comer y, por último, cuidaba de su casa. Era diligente en tal grado que no abandonaba las cosas espirituales por las temporales, ni viceversa, como hacen muchos. Maldito el que pone toda su atención en los negocios temporales. Conviene hacer lo uno sin omitir lo otro (Mt. XXIII, 23).
     Por esta diligencia le concedió Cristo la gracia de ser su primer discípulo. Estaba una vez con San Juan y le preguntó: Padre, ¿cuándo nos mostraréis al Mesías? Juan le respondió: Pronto os lo mostraré. Cierto día, mientras Juan predicaba, acertó a pasar Jesús, que iba solo, pues entonces no tenía aún discípulos. El Espíritu Santo reveló a Juan que era el Mesías, y comenzó a clamar en alta voz: He ahí el cordero de Dios, he ahí el que quita los pecados del mundo (lo. 1, 29). Y señalaba con el dedo. Jesucristo disimulaba, fingiendo no oír nada.
     Pensad cómo entonces se levantaría todo el pueblo queriendo ver al Mesías. Pero cuando los judíos le vieron pobre, siendo así que lo esperaban, y aún le esperan, con un gran cortejo y gran poder temporal, dijeron: No queremos que reine éste sobre nosotros (Lc. XIX, 14). Entre toda aquella multitud nadie sino dos siguieron a Cristo: Andrés y otro, del que nada cierto se sabe, aunque se sospecha que era San Juan Evangelista. Obtenido el permiso del Bautista, diciendo que querían seguir al Mesías, les dijo Juan, complacido: Conviene que yo mengüe y que él crezca (lo. III, 30). Y marcharon en pos de Cristo. Volviéndose el Señor, les dijo: ¿Qué buscáis? Respondió Andrés: Maestro, ¿dónde moras? Y Cristo dijo: Ven y lo verás (lo. 1, 38). Ahí tenéis; ¡qué diligencia! Entonces se verificó la sentencia que Cristo pronunció más tarde: Todo el que pide, recibe, y el que busca, encuentra (Mt. VII, 8). Es más, cuando Andrés hubo encontrado al Mesías, no contentándose con conocerle él solo, buscó a su hermano Pedro y le dijo: Hemos encontrado al Mesías llamado Cristo (lo. 1, 41). Y lo llevó a Jesús. Notad que Andrés fué discípulo de Cristo antes que Pedro.
     Tenemos en esto un ejemplo para no enlazarnos en los negocios del mundo ni en las riquezas que son falsas. Habéis de trabajar por las necesidades de vuestra casa y buscar lo espiritual, buscar a Cristo a traves de la oración, oyendo misas y sermones, etc. Y no debéis contentaros con la salvación propia, sino que debéis atraer a los demás a Cristo. El varón devoto escoja una mujer devota o atráigala a la devoción, y viceversa. Así en todo lo demás. Dios dió mandatos a cada uno acerca de su prójimo (Eccli. XVII, 12).
     La segunda virtud es la pronta obediencia, que consiste en cumplir los mandatos sin dilación. La obediencia de San Andrés fué de este género. Teniendo que preocuparse de la casa y de la mujer, iba y volvía a casa y a su oficio de pescador. Un día, mientras pescaba con su hermano Pedro, pasó Jesús por la orilla del mar y se dirigió a ellos en alta voz: Venid en pos de mi y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al instante sus redes y le siguieron (Mt. IV, 19-20). Esta fué una obediencia pronta. Dice San Gregorio a este propósito: "No le habían visto hacer ningún milagro, no le habían oído ninguna promesa de premio eterno. Y, sin embargo, a la voz del Señor, olvidaron cuanto poseían" (Homil. 5 in Evang.). ¡Oh!, dirás tú, poco fué lo que dejaron. Dice San Gregorio en el mismo lugar: "Mucho dejó quien nada retuvo. Mucho dejó quien, aunque poco, dejó todo lo que tenía". En este caso hay que ponderar más el afecto que la cantidad.
     Fueron iluminados por las palabras de Cristo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Entendieron que habían de ser grandes predicadores, pues la predicación es semejante a la pesca. La palabra es la red, con la que se atraen los corazones de los oyentes. Cuando se convierte un señor, dejando la pompa y la vanidad, y deseando humillarse, el predicador puede decir que pescó un delfín. Y cuando se convierte una dama honorable, puede decir que pescó un salmón, etc. (En esta.materia puedes extenderte lo que quisieras.)
     Moralmente, nos da ejemplo de obediencia a los preceptos divinos, a fin de que no seamos rebeldes a Dios, etc.
     La tercera virtud es la firme confianza, pues tenía más confianza en Cristo que los demás apóstoles. Aparece esto cuando Cristo estuvo en el desierto, rodeado de gran muchedumbre de pueblo que le había seguido, y no teniendo qué comer dijo el Señor a Felipe: ¿Dónde compraremos panes para que coman todos éstos? Y Felipe respondió: Con doscientos denarios de pan no hay bastante para que cada uno reciba un poco (lo. VI, 5). Todavía tenían poca confianza en Cristo. El Señor insistió: ¿Qué decís? Y le respondieron: ¿Y quién podrá saciar de pan a tantas personas? Todos estaban desesperados, menos Andrés, el cual dijo: Hay aquí un niño que tiene cinco panes de cebada y dos peces (ibíd., 9). Como si quisiera decir, según San Juan Crisóstomo: Vos, Señor, podéis multiplicarlos. Andrés tuvo gran confianza. Y Cristo obró según el deseo de Andrés.
     Se nos instruye en esta ocasión a fin de que en nuestras necesidades y peligros confiemos en el Señor, y nunca nos faltará provisión. He aquí el testimonio de Cristo: No os preocupéis, pues, diciendo: ¿qué comeremos, qué beberemos o qué vestiremos? Los gentiles se afanan por todo esto. Pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo esto tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo esto se os dará por añadidura (Mt. VI, 31). Bendito el varón que confía en el Señor: será el Señor su confianza (Ier. XVII, 7).
     La cuarta virtud que encontramos en San Andrés es la sabiduría fructuosa. Consiste en que quien la tiene no sólo se rige a sí mismo, sino que también dirige y gobierna a los demás. Así lo hizo San Andrés por tener esta sabiduría. Después de la ascensión y venida del Espíritu Santo, los apóstoles comenzaron a predicar y a peregrinar por el mundo. San Andrés comenzó predicando en Jerusalén, y convertía a muchos. Después predicó por toda la Judea, Galilea y Samaría. Más tarde llegó a Grecia, a la ciudad de Acaya, siguiendo el precepto de Cristo: Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los extremos de la tierra (Act. 1,8). Cuando los grandes filósofos de Grecia oían los secretos de la fe predicados por Andrés, quedaban admirados, y buscaban las razones. Entonces San Andrés daba pruebas irrebatibles.
     Si alguien pregunta: ¿Cómo un hombre solo podía convertir tantos infieles, siendo así que ahora, que hay tantos predicadores, nadie se convierte? Le responderé: Por tres cosas especiales que tenía San Andrés: Primera, porque su sabiduría era evangélica, la cual toca los corazones y convierte a la gente; nuestra doctrina es poética, que sólo halaga al oído. Por eso dijo Cristo: Id por el mundo universo y predicad el evangelio (Me. XVI, 15). No dice que prediquemos Ovidio, Virgilio, etc. Segunda, porque su sabiduría era virtuosa, es decir, que cuanto predicaba lo cumplía en sus obras. No como aquellos que predican la humildad y son soberbios o algo parecido; predican la vida virtuosa y ellos llevan una vida viciosa. Dice el apóstol: No me atreveré a hablar de cosa que Cristo no haya obrado por mí (Rom. XV, 18). Tercera, su sabiduría era milagrosa, obraba milagros. Nuestros milagros consisten en escandalizar al prójimo, y por lo mismo nadie se convierte; es más, los cristianos, contemplando nuestra mala vida, pierden la fe. "Si se menosprecia la vida de alguien, es lógico que se desprecie su predicación", dice San Gregorio (Moral., 1. 19, c. 14).
     La quinta virtud es la rigurosa penitencia en su cuerpo. Aunque estaba lleno del Espíritu Santo y no podía pecar mortalmente, como dicen los santos doctores, pues cuando los apóstoles recibieron el Espíritu Santo fueron confirmados en gracia y por consiguiente no podían pecar mortalmente, con todo, se afligía con rigor, no sólo por sí mismo, sino para ejemplo de los demás. Refiérase el milagro de aquel viejo lujurioso, llamado Nicolás, por el que ayunó tres días, sin probar bocado. En este aparece la dificultad de la conversión de quienes se han habituado al pecado, pues la costumbre se convierte en una segunda naturaleza. Y así dice Jeremías: ¿Mudará, por ventura, su tez el etíope, o el tigre su rayada piel? Así, ¿podréis vosotros obrar el bien, tan avezados como estáis al mal? (Ier. XIII, 23). Tenemos aquí una instrucción para no desesperar de la misericordia de Dios, por más pecador que sea el hombre; hemos de hacer penitencia, como se hizo por este anciano. Por eso dice el Apóstol: Mortificad vuestros miembros terrenos (Col. III, 5).
     La sexta virtud es la paciencia virtuosa.
     Cuando llegó junto a la cruz se desnudó, como Cristo, y le crucificaron al través, para que tuviera más tormento. Mientras estaba en la cruz predicaba a Cristo y confortaba a los cristianos, animándolos. En esta posición vivió dos días. Dice la Iglesia: "San Andrés vivió dos días pendiente de la cruz y adoctrinando al pueblo. El pueblo se conmovió y quiso matar al comisario, pero San Andrés lo disuadió. Y cuando llegó el momento de la muerte, se le apareció Cristo, descendiendo hasta él con multitud de ángeles. Tanto, que la claridad cegaba a los circunstantes. Entonces, según refiere San Agustín en un sermón sobre San Andrés, le dijo el Señor: ¿Quieres venir conmigo, o quieres venganza? Y Andrés respondió: Señor, Vos no quisisteis venganza de vuestros enemigos; ¿cómo la he de querer yo? Y murió. Y visiblemente se le contempló subir al cielo. Por vuestra paciencia salvaréis vuestras almas (Lc. XXI, 19).

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